.....

.....

lunes, 31 de enero de 2011

Una novela que termina

Tengo el placer de comunicarles que el final de la novela ha tenido lugar y ahora procederé a la co-corrección de la misma con una amiga-profesora. De regalo para mi puñado de lectores un párrafo de la novela, un puñado de fuego arrancado del primer capítulo:

(...)

Ni una pizca de luz, no hay luz sin fuego y si hay fuego, nada, salvo la oscuridad, rociada con birra anacrónica, quedará en pie. Él, diecinueve años, escultórico y, si alguien lo apura al narrador, geométrico, se mueve sin moverse para colocar sus dos botines en el bolso cilíndrico, en los que se refleja, porque los ha lustrado, su madre poniendo una chata y en el meo de un enfermo, un destino. La inminencia lo acobarda, arde en su rostro mal cincelado, ese detalle irregular que arde mientras dure el gesto. En treinta minutos Artemio saldrá, debe hacerlo, con su bolso a entrenar; e intuye, conejillo de indias perturbado que nadie, y nadie no es un nombre francés de mujer, podrá investigar, al menos científicamente, que afuera el verbo se hará asado y el asado aborto, que afuera todo será espesor y vacío, espesor o vacío o lo que una maestra de quinto grado llamará con graznidos civilizatorios ¡Mamarracho! ¡mamarracho! mientras le tira las orejas a la criatura más terrosa. Afuera nada estará explicado sino por silencio o los gritos no tan abstractos de crímenes de planificación instantánea, o por el garabateo labial de los moribundos y de las parturientas que son al final, y al principio, los únicos novios felices… porque allá afuera todo nace y muere, todo ríe y llora y sin embargo nada se distingue, apenas algunos témpanos poco diáfanos, cubiertos de hollín: un autopista, un monoblock enorme, o tan sólo su croquis, el esqueleto de hormigón armado para ser contemplado, pero no habitado, como el Partenón, quizás un viaducto titánico, pero enclenque, una catedral con campanas digitales, un supermercado iluminadísimo cuyo kilométrico estacionamiento con árboles raquíticos sí está hundido y olvidado. Nada se distingue, menos esa calle mal pensada por la que una piba vuelve de su trabajo. Tiene buenos sentimientos, diría la abuela de Artemio, o de quien sabe quien; es menuda, pequeña y meliflua, una niña que no baila, pero tiene el aguinaldo en su bolsillo. Entonces vuelve de su trabajo- subte, tren, colectivo, desde Capital hacia la sombra de la Capital- acompañada por su perfumito orbitando ahora la chalina que se arrastra por la niebla de cerveza, espuma del sol, y descifra en su sendero de contrastes toda la fealdad en proceso constructivo de la bestia mal carneada, de cien pechos y cien brazos y, porque no, mil pijas y tres mil ochocientas cajetas.

(...)